martes, 9 de septiembre de 2008

La soja no es un yuyo (*)

En La rebelión del campo. Historia del conflicto agrario argentino, la ingeniera agrónoma Mabel Dávila y el sociólogo rural Osvaldo Barsky se proponen revisar toda la historia de la soja, desde su remoto origen hasta su llegada a la Argentina, y demostrar que no es un mero “yuyo”, como lo llamó la Presidenta. Para lograrlo, los autores se informaron más que nadie antes y consultaron fuentes económicas fidedignas, que figuran en el libro. Como muestra, PERFIL ofrece fragmentos del capítulo 2, referido a lo menos divulgado de la soja.

Por Osvaldo Barsky y Mabel Dávila

E l 31 de marzo de 2008, en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno, en el tono coloquial que gusta intercalar en sus discursos, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner señaló: “El otro día charlaba con alguien y me decía que la soja es, en términos científicos, prácticamente un yuyo que crece sin ningún tipo de cuidados especiales. Para que ustedes tengan una idea, argentinos y argentinas, el glifosato, que es algo con lo que se bombardean las plantaciones de coca en Colombia o en la frontera con Ecuador para destruirlas, a la soja no le hace nada; es más, le hace bien, porque le mata todos los yuyos que están alrededor”.

El comentario adquirió una relevancia significativa en el álgido clima del conflicto desatado el 11 de marzo. Posiblemente, haciéndose eco de su demonización por distintos actores sociales que han convertido a una simple planta en la responsable de una larga serie de males, tanto para los agricultores pequeños, la vegetación natural y los bosques, la sustentabilidad de los suelos, la posible falta de los alimentos tradicionales y cuanto otro elemento pueda desplegar la fértil imaginación de dirigentes sociales, organizaciones no gubernamentales, ciertos académicos y periodistas, políticos y funcionarios estatales.

Que una planta encarne los males que normalmente se atribuyen a las acciones de los seres humanos es un fenómeno tan notable y pueril que sólo fue expresado adecuadamente por la historieta “La Nelly” publicada en el diario Clarín por los humoristas Langer y Rubén Mira, donde la soja, convertida en un monstruo gigantesco y devorador, amenazaba la integridad física de los habitantes de Buenos Aires (...).

La soja o soya (Glycine max) es una planta de la familia de las leguminosas, cultivada por sus semillas, utilizadas en alimentación y para la producción de aceite. Al igual que las lentejas, las arvejas y los garbanzos, trae sus semillas en vainas o chauchas con un poroto de alto valor proteico (cercano al 35%). Es originaria del Este Asiático, probablemente del norte y centro de China. Según la tradición, la soja fue descubierta por el emperador chino Sheng-Nung hace más de tres milenios. Este disponía de grandes campos de cultivo sembrados con la leguminosa, y se dedicaba a estudiar y describir sus propiedades alimenticias y medicinales, las cuales plasmó en el libro Materia médica.

Para los emperadores chinos, la soja era una de las cinco semillas sagradas, junto con el arroz, el trigo, la cebada y el mijo. En el Libro de las odas (siglo VI a.C.) se lee que procede de plantas silvestres de su misma especie y que se cultivó por primera vez reinando Chang, en pleno siglo XV a.C. En el libro de Li Shizen, titulado Bencao gangmu o Tratado de todas las plantas, escrito en 1595 a.C. durante el imperio de los Ming, se dedica un capítulo entero a la soja.

Habrían sido los monjes budistas quienes la introdujeron en Japón en el siglo VII, donde muy pronto se convirtió en un cultivo popular. Después de la guerra chino-japonesa (1894-1895), los japoneses comenzaron a importar tortas de aceite de soja para usarlas como fertilizantes. En la India se la promocionó a partir de 1935. Su nombre (soy) viene del Japón y ha sido la base de la alimentación en pueblos asiáticos que tenían escaso acceso a proteínas de origen animal.
Actualmente es uno de los principales alimentos de China, Japón, Corea y Vietnam, donde se obtienen distintos derivados como la salsa de soja, los brotes de soja, el queso de soja (tofu), natto o miso. Del grano de soja se obtiene el poroto tausí, frijol de soja salado y fermentado, muy usado en platos chinos. Entre los derivados se destaca también la leche vegetal, que se extrae triturando sus granos y se utiliza como insumo para preparar distintas bebidas y jugos.

También estos alimentos se han expandido fuertemente en el Occidente, donde llegó en el siglo XVIII. Son los misioneros los que introducen las primeras habas de soja para su cultivo, sin gran éxito al parecer. También los marinos holandeses y portugueses la trajeron como novedad. Las primeras semillas plantadas en Europa provenían de China y su siembra se realizó en el Jardin des Plantes de París en 1740.

Ya en 1692 el destacado científico alemán Engelbert Koempfer había descripto los principales usos de la planta en un libro de recuerdos sobre su viaje a Japón (...).

Debido a su aporte proteico, también es utilizada como alimento para animales, como pollos, vacunos y cerdos, en forma de harina de soja, la que históricamente siempre ha competido internacionalmente con la harina de pescado. El poroto de soja contiene 83% de harina y 17% de aceite. Al extraerse el aceite queda como residuo una torta (pellets), que es un concentrado de proteínas vegetales (42-44%) utilizado para la alimentación animal, y principal fuente de aminoácidos en la composición de los alimentos balanceados que consumen las especies mencionadas. Su adaptación a climas diversos y las pocas enfermedades que la atacan son dos de sus características, que la convierten en una forma de cultivo muy rentable, aunque su mayor enemigo es la sequía.

A principios del siglo XX ya funcionaban en Inglaterra en gran escala fábricas de aceite de soja, cuyos residuos se empleaban para el engorde del ganado. Las cantidades consumidas en Gran Bretaña y en el continente europeo aumentaban constantemente. Esta demanda dio lugar al desarrollo de una importante industria de exportación de tortas de soja de China, curiosamente hoy gran demandante.

Por el puerto de Chefou se embarcaban en la primera década de este siglo unas 100 mil toneladas anuales. Años más tarde (1765) se introdujo en América (Georgia, EE.UU.) desde China, vía Londres. A comienzos del siglo XIX se empezó a cultivar en los Estados Unidos. Alcanzó gran importancia en los estados del medio oeste después de la Primera Guerra Mundial, para recuperar la fertilidad de las tierras agotadas por el cultivo intensivo de maíz. En las raíces de la planta de soja se forman nódulos. Esto se debe a la asociación de esta especie con bacterias del suelo del género Rhizobium que fijan nitrógeno gaseoso. Mediante esta asociación, o “simbiosis”, la soja, que aporta carbono a las bacterias, obtiene de éstas el nitrógeno de la atmósfera.

Como el nitrógeno es uno de los principales nutrientes necesarios para el crecimiento vegetal, la fijación biológica de nitrógeno resulta beneficiosa. No sólo permite disminuir el uso de fertilizantes químicos en la agricultura, sino que también contribuye a prevenir la pérdida de fertilidad del suelo.Y tiene otra ventaja. Cuando se cosecha el grano, gran parte del nitrógeno queda en el rastrojo, enriqueciendo con este nutriente el suelo y mejorando la fertilidad (...).
En el quinquenio 1935/39 ya se habían sembrado en EE.UU. un promedio de 1.231.097 hectáreas. En la década del 40 hay una gran expansión del cultivo por la extracción por solventes del aceite y por la gran demanda de proteína y grasas a raíz de la Segunda Guerra, liderando ese país la producción mundial a partir de 1954. En Brasil fue introducida en 1882, pero su difusión se inició a principios del siglo XX y la explotación comercial comenzó también en la década del 40, constituyéndose hoy en el segundo productor mundial de soja.

Las primeras plantaciones en la Argentina se hicieron en 1862, según Giorda y Baigorri (1997), y según Agrasar (1957) en 1898, pero no encontraron eco en los productores agrícolas de aquellos años. En 1912 A.C.Tonnelier, jefe de la Estación Experimental anexa a la Escuela Nacional de Agricultura y Ganadería de Córdoba, da cuenta de los resultados obtenidos en los dos últimos años por esa dependencia en la experimentación con esta planta. En 1925, el ministro de Agricultura Tomás Le Bretón introdujo nuevas semillas de soja desde Europa y trató de difundir su cultivo, conocido en esa época entre los agrónomos del Ministerio como arveja peluda o soja híspida. Previamente el Ferrocarril Buenos Aires-Pacífico había intentado su cultivo comercial, y otras empresas privadas (Gobecia SA y Bunge y Born) habían fracasado en sus intentos de adaptación.

En 1946, Juan L. Tenembaum señaló que la causa por la cual la soja no había podido ser implantada a escala comercial en el país no era de orden agrícola, ya que en los diversos ensayos realizados había demostrado ser apta para desarrollarse, desde el centro de la provincia de Buenos Aires hasta el extremo norte de Misiones. Indicó entonces que se trataba de una cuestión económica, por falta de mercado interno y dificultades para competir en el exterior. Respecto del mercado interno, planteó que la leche de soja, el queso y la harina no podían competir con la tradición de lácteos de origen animal y con la harina de trigo. Con respecto al aceite, mostraba que el contenido en la soja era más bajo que en el maní y girasol usados como comestible, y del lino en cuanto producto industrial, lo que desalentaba su producción para la industria aceitera en su conjunto.

Al encontrarse saturado el mercado norteamericano con su propia producción, quedaba el mercado europeo. En el mismo se importaban 1.418.000 toneladas, dado que su producción era de sólo 61 mil. El interrogante era si se estaba en condiciones de competir con la producción asiática, principalmente con el Manchukuo, que era el país exportador de mayor volumen mundial. Y terminaba con una frase profética (1948) para décadas posteriores: “Si fuera posible resolver este último problema, el fomento del cultivo de la soja en el país sería sumamente fácil y sencillo” (...).

La soja es una planta excepcionalmente útil que, a diferencia de un “yuyo” necesita de prácticas agronómicas especiales para poder crecer. Además de los señalados hasta ahora, dos avances tecnológicos muy complejos confluirían para expandir fuertemente a la producción en la década de 1990: la siembra directa y el uso de plantas transgénicas (...).

Para enfrentar el viejo problema de los suelos erosionados por la falta de rotación, desde 1964 se desarrollaron las primeras experiencias destinadas a mejorar la situación, en la Estación Experimental Agropecuaria (EEA) de Pergamino, del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), llevadas adelante por el ingeniero agrónomo Marcelo Fagioli. Las mismas influyeron en el ingeniero agrónomo Carlos Senigagliesi, quien en la EEA de Marcos Juárez formó un grupo de investigación sobre los efectos de la cobertura de rastrojos en la acumulación de agua sobre el cultivo del maíz (...). Se fijó así la agenda desarrollada en el INTA por diversos investigadores. Ello coincidió con la creación del Centro Nacional de la Soja en la EEA de Marcos Juárez, en 1974. Se enviaron profesionales a entrenarse a Gran Bretaña, y en los terrenos de la Estación Experimental y de productores emprendedores de la zona se continuaron desarrollando los experimentos (...).

Uno de los puntos clave para el desarrollo de la siembra directa era el eficaz control de las malezas que se generaban al mantener los rastrojos sobre la tierra cosechada. Resultó relevante entonces que la empresa estadounidense de agroquímicos Monsanto comenzara en 1980 la distribución de su herbicida glifosato, no selectivo y sistémico, de menor toxicidad que el Paraquat y 2-4D, para ser utilizado en el período de barbecho (...).

En 1986 el INTA crea el Proyecto de Agricultura Conservacionista, que involucra a toda la institución y desarrolla experimentos adaptativos en campos de productores, que cubren un área de 5 millones de hectáreas. Integra al proceso a investigadores, extensionistas, asesores privados, productores, empresas de insumos y a otras instituciones, como las universidades estatales de Rosario y Buenos Aires, y del Banco de la Nación, que dio créditos a cien productores demostradores para la adquisición de maquinaria adecuada.

La estrategia central era la siembra directa y su aplicación al doble cultivo trigo-soja. En agosto de 1989 se constituye la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid) con veinte socios, la mayor parte productores medios y algunos pequeños, que se convirtió crecientemente en el principal impulsor de esta estrategia productiva. A finales de la década se llega así a 92 mil hectáreas implantadas (...).

En su discurso del 31 de marzo, la Presidenta continuó diciendo que, en nuestro país, de los 300 millones de hectáreas de territorio nacional, “el 10%, 30 millones de hectáreas, se dedican y son cultivables, el 45% hoy, casi el 50% está dedicada al cultivo de la soja. Ahora bien, ¿esto convierte a la soja en algo maligno? No, pero de esa soja los argentinos sólo consumen el 5%, el otro 95% se exporta. ¿Y qué es lo que consumimos los argentinos? Leche, trigo, pan, carne, que está en la otra porción que va quedando y que cada vez es menor… Reitero: en el otro 50% tenemos que tener el trigo, el maíz, la carne, que es la dieta de los argentinos”.

Ideas que fueron repetidas insistentemente por distintos funcionarios y dirigentes rurales en el conflicto, y que no se corresponden con la realidad. La más importante es que el avance en la siembra y producción de soja se hace en detrimento de la producción de trigo, maíz, leche y carne, y que en algún momento nos quedaríamos sin disponibilidad de los mismos para el consumo interno.

Esta afirmación desconoce que, en función de los cambios técnicos desarrollados, la Argentina se encuentra en un nuevo proceso de expansión de su frontera agraria. La superficie en producción creció un 15% a nivel nacional en el período intercensal 1988-2002. Es decir que nos encontramos con una importante expansión agrícola, ya que se han incorporado a la producción en este período nada menos que 4.959.396 hectáreas, de las cuales 2.307.569 lo han sido en las provincias extrapampeanas, donde el incremento fue de un 50,3%, contra un 9,3% en las provincias pampeanas.

La superficie total implantada pasó de 33.105.585 hectáreas en 1988 a 38.064.983 en el 2002. Este proceso continuó sistemáticamente hasta nuestros días. La totalidad de los cultivos sembrados en cereales y oleaginosas en las campañas 2006/07 y 2007/08 llegó a 31.013.605 hectáreas, cifras no directamente comparables con las anteriores, pero que dan cuenta de la magnitud de la expansión.

(*) Publicado en Perfil 7/9/2008
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